
– ¡Duérmete niña! ¡Duérmete ya! ¡Que viene el coco y te comerá!
Tony repitió la cancioncilla unas cuantas veces cada vez más bajito hasta que Laura consiguió calmarse y conciliar el sueño. Una vez que consiguió dormir a su hija se levantó, le dio un besito y entornó la puerta de su habitación.
Pasaron unos minutos, la niña esperó a que su padre continuara preparando las cosas del día siguiente. En realidad sólo había fingido llorar para que Tony terminase por cantarle la canción del coco. Ella y su amigo Dolly, un viejo coco de los suburbios más oscuros de la ciudad de Madrid, sólo podían verse si cualquier humano invocaba su presencia delante de Laura para cuidarle. En realidad todos tenemos un coco que nos corresponde mientras somos niños. Lo que dice la canción son meros prejuicios, como tantos otros.
La niña se enderezó y echó un vistazo por la habitación. De pronto unos diminutos ojos aparecieron en la oscuridad y parpadearon unos segundos. Dolly se dirigió a la niña, saltó a su cama y se acurrucó a su lado. Poco después, Laura se quedó profundamente dormida al sentir el calor que desprendía el coco mientras acariciaba su abundante pelo.